Una confesión sin armadura

Tengo una bala alojada en lo más hondo del ataúd que llevo en el pecho. Tengo una bala. Calibre 38. Suficiente para atravesar un corazón de aurícula a ventrículo, de izquierda a derecha. De arriba a abajo pasando por el centro. Tengo una bala helada, quieta, inmóvil y abandonada, como mis mariposillas, todas muertas, no resistieron al impacto. Pero a veces, desde ese ataúd hueco que forman mis veinticuatro costillas, se oye un repiqueteo, como si hubiera un vivo enterrado, dado por muerto.
Entonces ve un agujero por el que entra luz, y se asoma. El orificio de entrada de mi calibre 38 es como una ventanita que comunica mi alma con el exterior. Y me asomo. Y es entonces cuando te veo. Y veo tus ojos con instintos homicidas, tus garras asesinas dirigidas hacia mis muslos, mi espalda, mis confines. Pero no te tengo miedo. Disfruto de la vista arriesgando mi propia vida. Porque no concibo el mundo de otra forma. Porque no tengo miedo a la muerte si muero contigo.
Y te reclamo aquí dentro, en este vacío con la poca luz que arroja el agujerito por el que entró tu disparo, directo, premeditado. Te exijo que te sientes a mi lado. Te pido que me ilumines, igual que una niña pide ser princesa, desesperada, sin aliento, esperando que entres dentro. Necesito que me mires y sin mirarme me digas que no vas a dejar que nadie que no seas tú me haga daño.
Porque estás loco por mí y lo sabes. Porque estamos locos y así somos.

Comentarios

Entradas populares